Betfagé, cerca de Betania, salida hacia Jerusalén. Domingo de Ramos
Cristo
Cristo se sienta en el pollino como
en un trono. Jesús es el único que nos mira y su semblante es muy serio. La
alegría que le muestran aquellos que le saludan es externa y aparente, porque
Cristo sabe que será traicionado, y sabe que entrega la vida libremente, es
consciente de lo que ocurrirá subiendo a Jerusalén.
Con su mano bendice del modo
tradicional, que en el misterio de su persona está la revelación de Dios
y la vocación del hombre. Sube cumpliendo la voluntad del Padre, con el impulso
del Amor del Espíritu Santo. Toda imagen de Cristo es trinitaria. En la otra
mano porta el rollo de las Escrituras, haciendo alusión a que Él es el Verbo, y
que de Él hablaron los profetas (según la tradición bizantina). De acuerdo a
otra tradición, tiene entre las manos el rollo de nuestras deudas.
Nos muestra sus pies porque podemos
escuchar: “Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia
la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: Ya
reina tu Dios!” (Is. 52, 7).
Solo Cristo lleva aureola. Pues Él
es el único Santo: “Yo soy Aquél que soy”, como se lee en los brazos de su
nimbo crucífero. Su túnica es púrpura regia y su manto azul dorado, porque la
púrpura de su carne -su humildad- ha sido envuelta por su divinidad.
En el icono, Jesús se dirige desde
el centro de la escena hacia una ciudad fortificada. Su nombre es la ciudad de
Jerusalén, traducido como “Ciudad de Paz”. Sube a la ciudad de la tierra para
abrir las puertas de la Jerusalén del Cielo. Continua Zacarías: “Suprimirá los
carros de Efraín y los caballos de Jerusalén, romperá el arco guerrero y
proclamará la paz a los pueblos” (Zac. 9, 10). Resuena el salmo 122: “¡Qué
alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros
pies tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta
(…). Desead la paz a Jerusalén: vivan seguros los que te aman, haya paz dentro
de tus muros (…)”. Toda la ciudad grita por la paz, sale al encuentro para que
se cumpla el profético canto.
Pero Jesús sabe que este precio
es el del Cordero. A Jerusalén se le representa como el centro de la tierra.
Por lo tanto es hacia donde confluyen todos los habitantes de la tierra y reyes
salen a su encuentro. Jerusalén, hacia la que caminarán todos los pueblos;
donde todos los pueblos se reunirán; pues “todos han nacido en ella” (Sal. 87,
5).
El
pollino
El evangelio relata que «los
enviados fueron y hallaron el pollino como les dijo. Mientras lo desataban, sus
dueños les dijeron: “¿ Por qué desatáis el pollino?” Ellos respondieron: “El
Señor lo necesita”.
«Cristo –comenta San Juan
Crisóstomo- en esta ocasión realiza dos profecías: una mediante sus actos y la
otra con sus palabras. Realiza la primera montando una burra, y la segunda
realizando las palabras del profeta Zacarías que había predicho que el rey
habría de montar en un asno. Y realizando la antigua profecía da comienzo a una
nueva era prefigurando con sus actos lo que ocurriría después. Es decir, Cristo
aquí preanuncia la llamada a los gentiles, que hasta ahora han vivido como
animales impuros; junto a ellos Él descansará y estos vendrán a Él y le
seguirán. Así la realización de una profecía marca el inicio de otra».
Cuando se lleva el borrico a Jesús,
ocurre algo inesperado: los discípulos echan sus mantos encima del borrico;
mientras Mateo (21,7) y Marcos (11,7) dicen simplemente que «Jesús se montó»,
Lucas escribe: «Y le ayudaron a montar» (19,35). Ésta es la expresión usada en
el Primer Libro de los Reyes cuando narra el acceso de Salomón al trono de
David, su padre. Allí se lee que el rey David ordena al sacerdote Zadoc, al
profeta Natán y a Benaías: «Tomad con vosotros los veteranos de vuestro señor,
montad a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajadle a Guijón. El sacerdote
Zadoc y el profeta Natán lo ungirán allí como rey de Israel…» (1,33s).
También el echar los mantos
tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 Rey. 9,13). Lo que hacen los
discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la realeza davídica
y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha desarrollado a partir de
ella. Los peregrinos que han venido con Jesús a Jerusalén se dejan contagiar
por el entusiasmo de los discípulos; ahora alfombran con sus mantos el camino
por donde pasa. Cortan ramas de los árboles y gritan palabras del Salmo 118,
palabras de oración de la liturgia de los peregrinos de Israel que en sus
labios se convierten en una proclamación mesiánica: “¡Hosanna, bendito el que
viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre
David! ¡Hosanna en las alturas!” (Mc 11,9s; cf. Sal 118,25s).
Por otra parte, el asno representa
el elemento instintivo del hombre, una vida desarrollada toda ella en el plano
terrestre y sensual. Simbólicamente por tanto el espíritu debe “montar sobre la
materia, como Cristo hace sobre el asno. Aquí podemos recordar las palabras de
san Pablo, que la muerte y resurrección de Cristo deben operar en nosotros.
Cristo resucitado nos da la posibilidad de vivir según el Espíritu, no según la
carne.
Crisóstomo dice que “aquí el pollino
representa a la Iglesia y al pueblo nuevo que hasta entonces era impuro y se
hace puro cuando Jesús se sienta sobre él”.
El asno no era de su propiedad, y no
había sido montado todavía. El pollino es blanco, signo de la transformación y
la victoria en la resurrección. Es el animal de un rey pacífico, manso y
humilde. Un rey pobre, portador de paz.
Monte
de los olivos
El monte de los olivos es testigo de
la escena. Jesús bajó de este monte para entrar en Jerusalén. Su aparición aquí
es muy significativa, ya que nos da algunas referencias. La primera, que
durante estos días se reunirá con sus discípulos allí. También el día del
prendimiento lo veremos orando al Padre. Esto subraya, a su vez, dos cosas: la
transformación de los discípulos, que tendrán que comprender cuál es el
misterio de la pasión y resurrección del Maestro, y la conciencia plena y libre
de Cristo en el momento representado. Y la segunda, que nosotros, cuando
contemplamos el ícono de la entrada de Jesús en Jerusalén, debemos tener en
mente que este tiempo se nos ofrece para hacer lo mismo. Debemos comprender qué
significa entregar la vida libremente para ser discípulos. El rostro de miedo
de los discípulos debe ser transformado durante todos los misterios que tendrán
lugar durante el Triduo Pascual.
Personajes:
los discípulos y el pueblo
Hay dos grupos en la comitiva que
acompaña a Jesús. A su derecha el grupo de los discípulos, encabezados por
Pedro y Tomás que le señalan, con sus caras de asombro e incertidumbre y, a la
izquierda, aquellos que salen a su encuentro desde la ciudad.
Los
discípulos
En algunas representaciones Cristo
mira a los Apóstoles, el pueblo nuevo, y ellos realizan un gesto de bendición
típicamente sacerdotal: pues son los Apóstoles los que han llamado a los judíos
como a nosotros a la fe, y por ellos hemos sido conducidos a Cristo.
Por un momento, antes del escándalo
de la Pasión, son protagonistas y partícipes del triunfo del Maestro. Han
ejecutado sus órdenes, han puesto sus mantos sobre el asno, lo han aclamado con
sus cantos, antes de la futura dispersión, y gozan por la revelación mesiánica
de su Maestro, pregustando un triunfo que no será definitivo ni a su medida.
Ellos están destinados a constituir
el pueblo nuevo, “el cortejo del Cristo-Rey, sacerdote y víctima, que aparece
entre los fieles”.
El
Pueblo
El grupo, a la entrada de la ciudad
santa, parece representar esa actitud de hostilidad, de rechazo y finalmente de
condena con que Jesús será sacado de esa ciudad en la que entra solemnemente,
cargado con la cruz de la ignominia y de la muerte.
Volvamos la vista al ícono,
contemplemos al Señor sentado en el asno, y recordemos que es el Rey, el
Siervo, el Esposo, el Mesías. El ícono proyecta en el futuro la imagen del
crucificado y del Resucitado.
Los
ramos
Los ramos de palmera, signo de
victoria, se convertirán en signo del Mártir. La palabra hosanna significa
“¡Sálvanos Señor!”. Y nos salvará cumpliéndose en él todo hasta la consumación
del amor. Pero no todos dicen hosanna. Otros miran a los discípulos y les
mandan callar; pero si callan estos gritarán las piedras, porque no sólo
aclaman los hombres, sino que “toda la creación está expectante la
manifestación del los hijos de Dios”.
Los
niños
Los niños son ajenos al estupor y al
odio, son testigos de la honradez y la pureza. Son los personajes que están más
cerca de Jesús. Nos recuerdan que debemos acercarnos a estos misterios como los
niños, para comprender quien es Dios. “Dejad que los niños se acerquen a mí”.
Su pequeñez contrasta en el ícono
con las medidas de los otros personajes; son los pequeños del Reino que Jesús
defiende en sus aclamaciones. Es el triunfo de la inocencia, la elocuencia de
los niños, la manifestación de los que acogen el Reino con su sencillez.
El Domingo de Ramos es la fiesta de
los niños y la iconografía dedica a ellos gran atención. Ellos no se preguntan:
“¿Quien es éste?”; son, en cambio, lo que con sus gritos: “Hosanna al Hijo de
David” suscitaron la indignación de escribas y fariseos.
Los niños entonces realizan la
profecía del rey David: «Por la boca de los niños y de los que maman has dado
argumento contra tus adversarios para reducir al silencio al enemigo y al
rebelde.» (Sal 8)
Como es sabido, la expresión «los
pequeños» se convirtió, con el tiempo, en la denominación de los creyentes, de
la comunidad de los discípulos de Jesús (cf. Mc. 9, 42). Han encontrado este
auténtico ser pequeño en la fe, que reconduce al hombre a su verdad. Volvemos
con esto al «Hosanna» de los niños. A la luz del Salmo 8, la alabanza de los
niños aparece como una anticipación de la alabanza que sus «pequeños» entonarán
en su honor mucho más allá de esta hora. En este sentido, con buenas razones,
la Iglesia naciente pudo ver en dicha escena la representación anticipada de lo
que ella misma hace en la liturgia. Ya en el texto litúrgico post-pascual más
antiguo que conocemos —en la Didaché, en torno al año 100—, antes de la
distribución de los sagrados dones aparece el «Hosanna» junto con el
«Maranatha»: «¡Venga la gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David!
¡Si alguno es santo, venga!; el que no lo es, se convierta. ¡Maranatha! Amén»
(10,6).
Para la Iglesia naciente el «Domingo
de Ramos» no era una cosa del pasado. Así como entonces el Señor entró en la
Ciudad Santa a lomos del asno, así también la Iglesia lo veía llegar siempre
nuevamente bajo la humilde apariencia del pan y el vino.
En algunos iconos aparece también el
ciego soltando su manto y dirigiéndose a Jesús. De hecho, Marcos relata que
Bartimeo recobró la vista «y le seguía por el camino» (Mc. 10, 48-52). Una vez
que ya podía ver, se unió a la peregrinación hacia Jerusalén.
El
árbol
En el centro de la escena
aparece el árbol. Signo de la reapertura de las puertas del Paraíso, de la
Nueva Jerusalén. El elemento más próximo a Jesús es este árbol, porque hace
también alusión a la pasión. Es el árbol de la Cruz. Además es el árbol del que
se cortan ramas para aclamarle, signo de la victoria de su entrega. Nos
recuerda a los cristianos que nuestra palma de victoria reside en este Árbol,
la Cruz, y que “hemos de gloriarnos de la Cruz de Cristo”.
La tradición iconográfica ha
considerado que este árbol es una palmera. De ella los niños sacan ramas para
festejar al Hijo de David. En Jerusalén, aún a mediados del siglo IV, una
tradición local indicaba la palmera de la cual habían sido cortadas la ramas
para aclamar a Cristo. La presencia de la palmera, sin embargo, no es tanto el
recuerdo de un hecho histórico sino un elemento simbólico. «Y brotará un retoño
del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago. Sobre el que se posará
el espíritu del Señor. (…) En aquel día el renuevo de la raíz de Jesé se alzará
como estandarte para los pueblos….»
La palmera es una imagen mesiánica:
llena el vacío entre el monte de Dios -la Divinidad- y la ciudad -la humanidad.
Ciudad
– Iglesia
Como signo de su resurrección, tras
la entrega, aparece la ciudad. En el centro de ella se halla una iglesia, que
es la Iglesia del Santo Sepulcro. “Destruid este templo y yo lo levantaré en
tres días”. El verdadero templo es su carne. La verdadera oración, su entrega
por nosotros.
La Jerusalén celestial edifica la
“ciudad de la paz”, que es la Iglesia llamada al cielo. Ciudad construída con
piedras vivas. Alimentadas en los sacramentos; educada en los misterios
celebrados de la liturgia, signo vivo y eficaz del triunfo de Cristo.
Conclusión:
Empezando la Semana Santa, es bueno escuchar la súplica del salmista: “¡Portones, alzad los dinteles! ¡Qué se alcen las antiguas compuertas! Va a entrar el Rey de la gloria”. ¡Sí! Abramos nuestro corazón a ese Rey pobre y humilde, que lleva consigo la única arma poderosa que vencerá la muerte para siempre.
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