Un periplo de 156 kilómetros que representó una auténtica prueba para la pareja en una época en la que los caminos no estaban pavimentados –aunque sí lo estuvieran en buena parte del Imperio romano– y cuando el único medio de transporte disponible era el asno o el camello. A esto habría que sumarle el hecho de que María estaba casi en el noveno mes de embarazo.
Y aunque José, descendiente del rey David, era originario de la pequeña aldea de Belén en Judea, él y María vivían en Nazaret, al norte de Galilea, cuando María quedó encinta de Jesús, (Lucas 2, 1-14).
Sin embargo,
cuando María llegaba casi al término de su embarazo, el emperador Augusto
ordenó un gran censo que obligaba a todo el mundo a dirigirse a su pueblo de
origen. Así nos narra San Lucas: “José, que pertenecía a la familia de David,
salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad
de David” (Lucas 2,4).
Un viaje entre dos ciudades bastante alejadas (156 kms), en donde una pareja de esposos –María y José– deciden ir a Belén para empadronarse de acuerdo a lo requerido por un edicto de Augusto César para censar a toda la población.
Este viaje realizado por esta obligación legal
produce un cambio para toda la humanidad, tal como lo celebramos en estos días.
José sale de Galilea, específicamente de la ciudad de Nazaret rumbo a Judea, a
la ciudad de Belén, que se le conocía como la casa y familia de David.
Belén,
llamada Efratá en la antigüedad, está situada a 7 kilómetros al sur de
Jerusalén, pero a una altitud de 750 metros. Aunque se trataba de la ciudad del
rey David y la matriarca Raquel, segunda esposa de Jacob, estaba enterrada
allí, la ciudad era considerada secundaria en aquella época. No obstante, el
camino, muy montañoso, lo transitaban muchas caravanas que iban de Jerusalén a
Egipto.
Los evangelios canónicos no
dicen nada sobre el medio de transporte que empleó la pareja, pero podemos
suponer que tenían a su disposición un asno que cargara con los alimentos.
Probablemente también durmieron tres o cuatro noches bajo las estrellas o en posadas.
Un viaje agotador al final del cual los cónyuges no
encontraron más que un establo para dormir. La celebración de la Navidad debería, por tanto, recordarnos el
valor y la entrega de esta pareja ejemplar.
Este viaje y el posterior nacimiento de
Jesús determinan un cambio de rumbo en la humanidad que pervive hasta nuestros
días. Las condiciones de pobreza de la pareja de José y María y las
condiciones pedestres en donde se desarrolla el alumbramiento, configura un
rasgo de humildad que mantuvo Jesucristo durante su vida y su
predicación.
María tenía puesto su corazón en Belén, donde había de nacer
su Hijo.
Y allí se dirigió con José,
llevando lo imprescindible. El camino, en no muy buenas condiciones, lo harían en cuatro o cinco jornadas, con un borrico que cargaba con las vituallas y la ropa; a
veces llevaría a la Virgen sobre sus lomos. Se unirían a alguna pequeña
caravana que se dirigía a Jerusalén, última etapa antes de llegar al lugar de
sus antepasados.
En esta ciudad entrarían en el Templo, pues ningún israelita
piadoso dejaba de hacerlo. ¡Quién podrá imaginar la oración de la Virgen en
aquel Santuario, llevando en su seno al Hijo del Altísimo!
Casi dos horas más de camino y ya estaban en Belén. Pero allí no encontraron dónde instalarse. Hemos de pensar en el cansancio –la Virgen está ya a punto de dar a luz–, en el polvo de aquellas rutas, en las comidas hechas al paso muchas veces…
Dice San Lucas: "Subió también José desde Galilea, de la ciudad de
Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la
casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que
estaba encinta.
Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le
cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le
envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el
alojamiento.(Lucas 2, 4-7)
No hubo lugar para ellos en la posada, dice San Lucas con frase escueta.
La Virgen comprendió enseguida que aquel empadronamiento era providencial en su vida: las palabras del
ángel, guardadas en su corazón como un tesoro, la movían a meditar las
Escrituras de un modo nuevo, como nadie antes lo había hecho. El mensaje del ángel iluminaba
los pasajes oscuros o incompletos del texto sagrado.
Había vivido tres meses en
casa de Isabel y de Zacarías, quien, como sacerdote, poseía una cultura que le
permitía acceder directamente al texto sagrado. La Virgen comprendería a su vez
cómo en las Escrituras se hablaba siempre de una mujer en relación directa con
la llegada del Mesías.
Al comienzo del Génesis se
dice que de la descendencia de una mujer saldría quien aplastará la cabeza de
la serpiente. Por su parte, Isaías había profetizado: Una
virgen concebirá y alumbrará un hijo, que se llamará Emmanuel. Y
casi al mismo tiempo, el profeta Miqueas señala al Mesías con estas palabras: la
que ha de parir, parirá… Siempre se habla de una mujer, jamás
de un varón.
Y eso en un pueblo para el
que la figura del padre lo era todo o casi todo, y donde las mujeres carecían
de importancia en el mundo social e, incluso, religioso. La Virgen sabía
que su Hijo debía nacer en Belén. Habría leído y escuchado muchas veces los
textos del profeta Miqueas: Y tú, Belén, tierra de Judá, de ninguna manera
eres la menor entre las tribus de Judá, pues de ti saldrá un caudillo que
apacentará a mi pueblo, Israel…
María sabía que su Hijo era también Hijo
de David. Este apelativo se convirtió en el más popular de los títulos
mesiánicos. Los enfermos y las multitudes lo repetirán con frecuencia en el
curso de la vida pública de Jesús. Y Él lo aceptará; únicamente añadirá que es
también el Hijo de Alguien más grande que David.
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