Después de Yom Kipur, Tisha B’Av es el ayuno más
importante para la tradición judía; dura 25 horas y conmemora una serie de
tragedias que han ocurrido a lo largo del tiempo desde las épocas del desierto
hasta nuestros días; primordialmente se tiene en mente la destrucción del
Primer y Segundo templo. En este día se hace luto y corrección, la gente
intenta enmendar sus faltas y mejorar su carácter; es un momento de larga
reflexión.
Tisha B’Av: LA INTERPRETACIÓN MORAL DE
LA HISTORIA
La Biblia está tan arraigada a la cultura occidental que todo su discurso
sobre la destrucción del Templo de Jerusalén y del reino de Judea es bien
conocido, y, además, entendido como algo bastante lógico. Sin embargo, se trata
de un concepto revolucionario en su tiempo y que, a la larga, transformó la
conciencia misma de la civilización.
La
idea bíblica es sencilla: Dios hizo un pacto con el pueblo de Israel, pero la
infidelidad y la desobediencia de los israelitas provocaron que Jerusalén —la
ciudad santa— y el Templo —la residencia divina— fueran destruidos por los
babilonios. Se trata de un mensaje explícito que encontramos en los libros de
los profetas pre-exílicos, como Isaías o Jeremías.
Además,
se puede decir sin temor a exagerar que dicho concepto es central en el texto
bíblico. Debido a todo el tiempo que ha transcurrido desde que se le dio forma
definitiva (redaccional y estructural) a la Biblia, frecuentemente no nos
percatamos que todo —desde Génesis hasta II Crónicas, según el orden hebreo
original— gira en torno a la destrucción de Jerusalén y el Templo, el exilio y
la orden de Ciro para restaurar Judea.
¿Por
qué estos eventos tienen tanta importancia? Porque la restauración del texto
bíblico comenzó, justamente, al poco tiempo de que concluyó el exilio
babilónico.
¿A
qué me refiero con restauración? Es simple: las escrituras sagradas del antiguo
Israel fueron compiladas, como todos los corpus escriturales de su época, en
tabletas de arcilla. El recinto en donde todo este compendio político y
religioso estaba resguardado no debió ser muy diferente —aunque sí más pequeño—
que la biblioteca del rey Asurbanipal en Nínive (Asiria). Cuando los babilonios
invadieron el país en el año 587 aC, seguramente procedieron a destruir la
mayor cantidad posible de documentos. El archivo oficial israelita debió
mantenerse hecho una ruina durante por lo menos medio siglo, y solo hasta que
vino la siguiente generación, la que regresó del exilio, todo ese material
empezó a ser restaurado.
Preservando
un eco tenue pero nítido de esa memoria histórica, el Talmud afirma que la Torá
(Ley) de Moisés se había perdido, pero que Esdras la devolvió a Israel. El
trasfondo es el ya señalado: el patrimonio escritural israelita fue gravemente
afectado por los babilonios, y la generación de escribas liderados por Esdras
se encargó de la restauración.
Eso
le da lógica a los temas esenciales del texto bíblico, porque dicha
restauración de escrituras no fue un mero ejercicio de arqueología documental.
El nuevo texto bíblico producido tenía el fundamento de la parte más compleja
del proceso de restauración: la espiritual.
Y
es que había un severo problema en ese momento que podía socavar los
fundamentos de la religión israelita. El
paradigma antiguo respecto a las invasiones militares era sencillo: si otro
pueblo te invadía con éxito y destruía tus ciudades, tus templos y tus escrituras,
seguramente era porque sus dioses eran más poderosos.
Eso,
en principio, ya ponía a los israelitas en un dilema: ¿qué sentido tenía
regresar y restaurar el culto a un Dios que no los había protegido de los
babilonios?. A
eso había que agregar otro detalle: los persas —vencedores de los babilonios y,
por lo tanto, adoradores de dioses más poderosos— tenían una religiosidad muy
similar a la israelita, ya que adoraban a un solo dios: Ahura Mazda (también
llamado Zoroastro).
¿Acaso
las victorias y derrotas de unos y otros no podrían ser una prueba de que el
culto correcto al Único y Verdadero no era el de los persas? Tal vez el error
de fondo había sido adorar incorrectamente al que es Uno, y ahora Israel tenía
la oportunidad de adorarlo correctamente por medio de la religión mazdeísta.
Esa
fue la razón por la cual el trabajo de los escribas dirigidos por Esdras era
tan importante. No sólo había que recuperar la historia y las escrituras de
Israel, sino que además tenían que ofrecerle al pueblo judío una buena razón
para no considerar al mazdeísmo como la opción más lógica a seguir.
Por
ello fue tan importante la recuperación e integración de la sección conocida
como Neviim, o
Profetas. Allí estaba la clave para la sobrevivencia de la espiritualidad
israelita.
Los
profetas preservados en la Biblia se caracterizaron por darle un enfoque
completamente revolucionario a su predicación. Fueron los ominosos agoreros del
desastre. No se tentaron el corazón —incluso a costa de arriesgar sus vidas—
para advertir que la destrucción era inminente. Primero Amós y Oseas anunciaron
la caída del Reino de Samaria, y luego Isaías, Miqueas, Sofonias, Jeremías, Nahum
y Habacuc hicieron lo propio con la del Reino de Judea.
Su
mensaje fue rechazado por la mayoría de la población bajo la dogmática lógica
de que ellos, Israel, eran el pueblo elegido por el Dios único. ¿Cómo era
posible que los babilonios fueran a destruir Jerusalén y el Templo?
Pero
sucedió. La catástrofe vino, y seguro que mucha gente se cuestionó si realmente
habían sido ciertas todas esas historias de un Dios eligiendo a un pueblo.
Por
eso la recuperación del mensaje de los profetas fue crucial. Ellos habían
advertido que el pacto entre Dios e Israel tenía como eje central un componente
moral. No se trataba de una simple filiación étnica (Israel – Dios de Israel).
Se trataba de un compromiso de vivir conforme a una calidad de vida elevada,
marcada por la obediencia a la Torá (Ley).
Israel
había fallado con eso. Luego entonces, no era posible que se esperara la
protección divina ante el embate de los babilonios.
Seis
siglos y medio después, cuando fue destruido el Segundo Templo —esta vez a
manos de los romanos—, los sabios talmudistas recuperaron esa misma reflexión:
las divisiones internas del pueblo de Israel habían sido castigadas con la
nueva destrucción de Jerusalén y su Templo.
Con
eso se confirma que la religión judía desarrolló un sesgo muy particular: si el
universo funciona a partir de leyes de causa y efecto, el elemento que le da
sentido y lógica a las causas y sus efectos es la moral. El universo es una
entidad moral. La historia es un asunto de moral. Los éxitos y las desgracias
de los individuos y de los pueblos tienen implicaciones morales, tanto en sus
antecedentes como en sus consecuentes.
Podría
decirse que esto es una interpretación filosófica demasiado abstracta y nada
rigurosa si nos atenemos al análisis estrictamente histórico. Y tiene lógica.
Por ejemplo, ante la frecuente pregunta de por qué Dios permitió la destrucción
de Jerusalén y el Templo, la respuesta histórica es bastante más sencilla que
la construcción teológica de la Biblia. Jerusalén y el Templo fueron destruidos
porque los israelitas del año 587 aC y sus descendientes los judíos del año 70
dC se enfrentaron a las maquinarias militares más poderosas de su tiempo.
Con
moral o sin moral, el pueblo de Israel no tenía opción de ganarle a los
babilonios o a los romanos.
Pero
ese rigor y precisión del análisis histórico no nos contesta algo todavía más
interesante: ¿Cómo fue posible que el pueblo judío pudiera resurgir de sus
cenizas después de esos dos eventos devastadores? En la antigüedad, por eventos
como esos era que las naciones desaparecían de la faz de la tierra,
especialmente si eran pequeñas como Israel.
Y
la respuesta es la que venimos explicando: porque se aprendió a darle a la
historia una interpretación moral. Si la desgracia había sido consecuencia de
nuestro modo incorrecto de vivir, la restauración sería consecuencia de nuestro
modo corregido de vivir.
Lo
sorprendente es que no solo se logró el primer milagro, el de la sobrevivencia.
Se logró también un segundo milagro, que en su momento se antojaban imposible:
la restauración. Y todavía después se logró un tercer milagro, todavía más
difícil: la derrota de los enemigos. En 1967, la situación no era muy diferente
al año 587 aC; el Presidente de Egipto Nasser, apoyado por la Unión Soviética y
al frente de todos los países árabes, presumió que iban a destruir a Israel y
que los judíos serían lanzados al mar. Los aliados occidentales de Israel
enmudecieron. Expresaban sus condolencias y se apenaban por la situación, pero
ninguna optó por enviar tropas de ayuda o intervenir ante la ONU para evitar la
inminente masacre.
Y
entonces, en contra de la lógica del rigor histórico, el milagro ocurrió. En
seis días Israel aplastó a sus enemigos ante los ojos estupefactos de todo el
mundo.
Un
nuevo intento se hizo en 1973 —la Guerra del Yom Kipur—, y el resultado fue el
mismo. Después de eso, los árabes abandonaron definitivamente el objetivo de
destruir a Israel por la vía militar.
Porque
—diría cualquier sabio judío— el universo es una entidad moral. Quien entiende
esta moral —Halajá, en hebreo: ‘el modo
correcto de andar’—, puede cambiar el curso de la historia.
Esa
es la importancia fundamental de la memoria de Tishá b’Av: recordar que por
nuestros pecados fuimos condenados a dos exilios, pero recordar que por nuestro
arrepentimiento (Teshuvá, en hebreo) fuimos restaurados.
Y,
sobre todo, nunca olvidar que las leyes de causa y efecto que rigen al universo
funcionan por medio de la moral.
Esto
significa algo muy sencillo: las cosas buenas se deben hacer simplemente porque
son buenas; las cosas malas se deben evitar simplemente porque son malas.
No
porque alguien nos vigile, no porque haya leyes que establezcan castigos para
los infractores, no porque alguien nos amenace con la condenación eterna si
fallamos. Simplemente, lo bueno se hace porque es bueno; lo malo se evita porque
es malo.
Así
es como se restauran naciones y se vence a los enemigos.
Al
milenario pueblo de Israel le consta. Tómenlo en cuenta.
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